domingo, 26 de septiembre de 2010

AFRICA


Dambisa Moyo es lo que suele llamarse una rara avis. Nació en Zambia, no hace tantos años como su trayectoria profesional pareciera insinuar. Doctorada en Económicas por la Universidad de Oxford, posee además la corona de laureles del Máster en Desarrollo Internacional por la Universidad de Harvard. Es también licenciada en Química por la Universidad de Washington D.C, donde engordaría su currículum al mismo tiempo con un Máster en Dirección Empresarial. A sus cuarenta años, ha hecho carrera como consultora en el Banco Mundial, entre otras instituciones de alto coturno. Colaboradora habitual del Financial Times y The Economist, ha sido engalanada como una de las cien personas más influyentes del Planeta Tierra. Al margen de semejante pertrecho académico y personal, la economista del ébano es autora de una de las diez obras más vendidas en los Estados Unidos: Dead Aid (El fin de la ayuda). Con ella encontraría el punto de ignición definitivo con el que prender los yermos arrozales de la corrección política y el tercermundismo. La obra es en sí una declaración de intenciones, un toque de espuelas a los caballos que galopan quemando herraduras hacia el abismo junto a quienes ella misma llama los cuatro jinetes del Apocalipsis africano: la guerra, la enfermedad, la pobreza y la corrupción. Y es que esta economista africana lleva años dedicándose en cuerpo y alma a señalar que el Emperador se pasea desnudo con un cinturón de explosivo sobre el pecho a punto de detonar, poniendo en el grave peligro de saltar por los aires a todo el Reino Africano. O lo que de él queda.

La buena de Dambisa repite como un mantra maldito en los distintos artículos y entrevistas que concede cómo los planes de ayuda económica internacionales no es que sean solamente estériles, sino que son además profundamente dañinos. Un cáncer en plena metástasis, una peste negra corriendo a matacaballo por las arterias y vías de África, barriendo todo lo que encuentra a su paso. Y así, prendiendo la pólvora de los datos y los números, convierte en blanco de sus fuertes críticas a las ayudas exteriores con las que los distintos gobiernos occidentales tratan de pasar el peine desde Cabo Blanco a Cabo de las Agujas. Se refiere a los 50.000 millones de dólares que llegan anualmente al continente africano; o lo que es lo mismo: un trillón de dólares en los últimos sesenta años. Unas cantidades que, aun causando vértigo, caen en saco roto año tras año, como cae al mar la mercancía del bergantín herido de muerte.

Son muchos los países y organizaciones que se postran de hinojos frente al Grifo de Oro de los Estados Unidos y el Banco Mundial suplicando un Plan Marshall para África, como es el caso de la Organización de la Unidad Africana. Ignoran entre lamentos y letanías que las ayudas recibidas por el continente africano desde el inicio de su lento proceso de descolonización equivalen a tres planes Marshall, como señalara Revel en su ensayo La obsesión antiamericana. Además, si pasamos los números por el tamiz, veremos que entre 1960 y 2000, los países africanos recibieron cuatro veces más créditos que América Latina o Asia. Unos préstamos concedidos en condiciones sumamente ventajosas y muy a largo a plazo. Y unos préstamos que, con todo, terminan siendo perdonados con el tiempo a los distintos gobiernos africanos.

Con todo, siempre hay a quien le parece poco. Pudimos comprobarlo en la pasada Cumbre de las Naciones Unidas en Nueva York. Obama, en su condición de Mago Berlín, anunció la puesta en marcha de un Plan Global de Desarrollo que, como el Bálsamo de Fierabrás, acabará con el reumatismo agudo que mantiene postrada en la cama a la criatura africana. Pero como no hay Quijote sin escudero, no tardaron en abrirse paso los buenos de Sarkozy y Zapatero, apostando por la aplicación de la Tasa Tobin con la que gravar las transacciones financieras internacionales con objeto de erradicar la pobreza y el hambre. Y a repetir ruegos y canticos sagrados, como si de un molinillo de oración tibetano se tratara. Sin embargo, el propio James Tobin debe hallarse sorprendido bajo tierra con el asombro de aquel que paga con un billete azul y le devuelven uno rojo. Y es que el economista, en una entrevista publicada en Der Spiegel hace años, no sólo se mostró claramente molesto por la veneración rendida por los antiglobalización, sino que, además, llegó a lamentarse profundamente por la manera en que fue instrumentalizada su criatura. Su teoría, desarrollada en los años setenta, fue rescatada del oscuro sótano donde descansaba para ser reutilizada como hacha de guerra a día de hoy, un hecho que, según palabras del autor, le pareció algo totalmente «anacrónico», pues el mundo ha cambiado demasiado como para poder zamparse la Tasa Tobin sin sufrir un corte de digestión. Carne podrida. Y lo dice el propio matadero. El grupo de arqueólogos encargado de desenterrar la Tasa Tobin y ponerla al servicio de la causa antiglobalización fue el colectivo ATTAC, capitaneado por el director de Le Monde Diplomatique, I. Ramonet, y en el que militan, entre otros destacados brigadieres, Carlos Jiménez Villarejo y Noam Chomsky. Un colectivo con el que el Premio Nobel de Economía, Tobin, no quiso tener ningún acercamiento en vida, hasta el punto de rechazar un encuentro en Paris con miles de enfervorecidos defensores de unas posiciones «bien intencionadas pero mal pensadas». Una confrontación que puede ser algo más que zanjada con su rotundo: «Mire usted, soy economista, y, como la mayoría de los economistas, partidario del libre comercio. Además, estoy a favor del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial, de la Organización Mundial de Comercio. Abusan de mi nombre».

Y es que la Tasa Tobin, como todo tipo de inyecciones artificiales, entre otros muchos efectos secundarios descritos en el prospecto, generaría una gran inflación, pues un violín no soporta más de cuatro cuerdas. Es el caso, por ejemplo, de Zimbabue, con una hiperinflación que ha llegado a alcanzar el 250.000.000%, y donde el Gobierno imprime billetes de hasta 100 billones de dólares. Para hacerse una idea, en Zimbabue los precios se duplican cada veinticinco horas. Nada nuevo bajo el Sol, por otra parte, pues viene siendo práctica habitual entre los distintos gobiernos africanos el utilizar los fondos de ayuda externa para imprimir dinero. Con ello, resulta evidente que los programas de ayuda exterior tengan la misma eficacia a la hora de trasladar la riqueza que la sola idea de querer hacer un trasvase de agua con las propias manos. Por lógica al cuadrado, la inmensa mayoría del agua se escapara entre los dedos. Según Dambisa Moyo, solamente las ayudas del Banco Mundial han corrompido 100.000 millones de dólares al perderse por el camino en busca del amanecer africano. A pesar de ello, los gobiernos occidentales siguen cargando con el delito de la complicidad aun sin darse cuenta de ello al contar con el beneplácito de sus conciencias. Nada peor que un Pepito Grillo saciado de bondades. Pensar que con la sola idea del bien acabarán con el problema como si fueran auténticos taumaturgos, no es sólo primitivo, sino además, destructivo e infantil. Máxime cuando se trata de leche vieja en botella nueva.

No pensemos que toda esta legión de alfareros creadores viene de nuevas. Todo lo contrario. Como salidos de una de esas cámaras de criogenización que conservan los cuerpos a cientos de grados bajo cero, resurgen los apóstoles del desarrollo. Ya en los años 50, con la resaca de la Segunda Guerra Mundial, una plaga de economistas bienintencionados trató de poner en pie a una África recién destetada de su madre imperial, aun adocenando la propia ciencia económica. Así, economistas de la talla de Hirschman o Arthur Lewis hicieron de la causa tercermundista su propia cruzada. Sus vidas reflejaban lo que el mismo Hirschman denominó los «calamitosos descarrilamientos de la Historia». Era la generación que vivió y sufrió la Guerra y, por ello quizás, terminaron cambiando la compleja ortodoxia de la economía por los merengosos dictados del corazón. Todo un gazpacho de desmanes. Creyendo que la economía se crea o destruye según soplen los vientos de la voluntad, tuvieron su primer descalabro con la India de Nehru. El cientifismo hiperracionalista con el que se diseñaron los planes de desarrollo como si de meras ecuaciones matemáticas se tratara no hizo cosa mayor sino ensanchar la brecha aun sangrante. Asistieron al macabro espectáculo de una descolonización que terminó favoreciendo la creación de más pobreza y mayores desigualdades. Fueron, además, comadronas en el nacimiento del Banco Mundial para la Reconstrucción y el Desarrollo. Reconstrucción de Europa y Desarrollo de África. Un desarrollo que se vería truncado una y otra vez debido a la connivencia de los gobiernos occidentales con los dictadores africanos que agarraron el cetro de sus distintos países.

Anverso y reverso de la misma mano. Cara y cruz de idéntica moneda. Ayer, como hoy, la ayuda directa a los máximos mandatarios de los países africanos no consigue otra cosa que crear una situación de dependencia absoluta del exterior. Mientras el dinero siga cayendo del cielo como Maná celestial, los distintos gobiernos africanos no hallarán más incentivo que el de seguir pidiendo mayores esfuerzos a occidente. Según la propia Moyo, quien conoce África de la cruz a la bola, dos ideas elementales se sustraen de todo este modelo de ayudas. La primera, que la ayuda directa de gobierno a gobierno no tiene capacidad para generar puestos de trabajo reales. Y en segundo lugar, que los africanos quieren exactamente lo mismo que los occidentales. La empresa es el corazón de una sociedad y el trabajador la sangre que riega un país. Mientras no se den las condiciones favorables para la creación de empresas y la entrada de capital extranjero, los mercados quedan paralizados o son inexistentes. Por ello, la solución pasa por la creación de gobiernos transparentes y un sistema jurídico independiente que garantice el derecho a la propiedad privada. El Profesor Huerta de Soto, quien transpira la rigurosidad de un taxidermista y la locura de un poeta, escribió un artículo pragmático y bello al mismo tiempo para la revista TIME en el que subrayaba la indisolubilidad del Imperio de la Ley y el desarrollo de la riqueza de un país. Cuenta cómo el Gobierno de Indonesia lo invitó como asesor para realizar un trabajo de localización de los activos del sector extralegal, en el que vivía el 90% de la población. Paseando por los arrozales de Bali, se percató de que al entrar en una propiedad distinta le ladraba un perro diferente. Entonces, dijo a sus acompañantes con esa inapelabilidad de oráculo chino que posee: «Aprendan por escuchar los ladridos de los perros» Y es que los chuchos, aun sin conciencia de la propiedad, conocían perfectamente los limites de los activos económicos de sus dueños –los arrozales en este caso–. Es ese el primer paso para crear una sociedad de propietarios. La casa no ha de ser casa por ser refugio, de igual que los activos económicos no han de estar delimitados por los ladridos de un perro. Son los títulos de propiedad garantizados por un sistema jurídico transparente los que permiten el salto del taparrabo y la aldea a la civilización y el pantalón vaquero.

A pesar de las evidencias, no son más que mensajes en una botella arrojada al mar de la sordera, señales de humo indescifrables para una claque política que sale del atolladero como buenamente puede tirando de corazón y no de razones. Optan por agarrarse a sus propios espejismos quijotescos con los que dibujar un mundo mucho más justo sin mayor esfuerzo que el de la voluntad política. Tartarín de Tarascón haciendo kilómetros en balde. Y no caminan solos en este viaje. La crítica al modelo de ayudas le ha supuesto a Dambisa Moyo todo tipo de ataques y cacerías por parte de las ONG. Son estas organizaciones quienes, al alimón, realizan el trabajo sucio de Cirineo de los gobiernos occidentales arrojando sobre los surcos de tierra arriscada de África las semillas de la pobreza y la corrupción. Según la economista ni siquiera le sorprende, pues le parece bastante lógico que se deshagan en críticas sobre su persona aquellos que han hecho de la causa tercermundista su propio trabajo y modo de vida. No tienen más. Es por ello que, con todo, resulte cómico que sean las propias ONG las primeras en evadir cualquier tipo de debate serio sobre el problema de la pobreza y el hambre en el continente africano. Incluso no dudan en mirar para otro lado en cuanto crecen las flores silvestres entre tanta tierra quemada. Es el caso de los famosos Tigres Asiáticos –Singapur, Malasia e Indonesia– quienes poco a poco levantan el vuelo tras décadas de inmovilidad, al igual que una Corea del Sur convertida en paradigma del desarrollo para todo aquel que tenga ojos en la cara: un país que en los años 50 quedó completamente calcinado y destruido tras la Guerra con Corea del Norte, encontrándose entre los más pobres del mundo con un PIB Per Cápita que no superó los 100 dólares hasta 1963 y que hoy se halla en primera línea de batalla. De ahí que el Profesor Ezra Voguel, experto en asuntos asiáticos y uno de los instructores del verdadero salto de Deng Xiaoping, llegara a decir: «Corea del Sur no tiene parangón ni siquiera en Japón, con respecto a la rapidez con que pasó de no tener, prácticamente, tecnología industrial, a ocupar un sitio entre las naciones más industrializadas del mundo. Ninguna nación ha ido con tanta rapidez, yendo del artesanado a la industria pesada, de la pobreza a la prosperidad, de líderes sin experiencia a modernos planificadores, directivos e ingenieros».

Pero lo más llamativo es cómo en la misma África se está alumbrando uno de los mayores milagros gracias a la libertad económica y no a los programas de ayuda directa: Botswana. Un país que, desde 1968 mantiene una tasa de crecimiento del 7% y que disfruta de unos índices de libertad económica perfectamente homologables a los países occidentales. Sin ir más lejos, Botswana figura en el puesto número 28 en el ranking mundial de libertad económica, por encima de España, Noruega o Republica Checa, entre otros. La prueba del algodón definitiva de cómo los programas de ayuda al desarrollo no cumplen la función que se les asigna sobre el papel y cómo, en cambio, una política económica que incentiva la creación empresarial y el derecho a la propiedad privada termina convirtiéndose en la auténtica madera que alimenta las calderas del tren del progreso y la prosperidad. Pero la hipocresía y el cinismo se han convertido en las autenticas institutrices de la política africana. Denuncia Dambisa Moyo la manera en que se ha implantado la lógica circular de creer que si no hay ayudas no se saldan las deudas, y sin estas deudas satisfechas África no podrá salir de la pobreza. De esa manera, la ayuda perpetúa todo el ciclo de desmanes y corruptelas; pero, por encima de todo, lo que se perpetúa es la pobreza.

Un cinismo que se vuelve lancinante cuando la Unión Europea bloquea mediante barreras la entrada de productos agrícolas africanos mientras envían miles de millones de modo que, no solamente destrozan la economía exterior de África, sino el propio mercado nacional. Moyo utiliza el ejemplo de las mosquiteras: «En una localidad, una pequeña empresa se dedica a la fabricación de redes ‘anti-mosquito’. Tiene 10 trabajadores, que mantienen a sus familias, un total de, digamos, 150 personas. De repente, una donación extraordinaria del exterior reparte 100.000 redes gratuitamente. ¿Qué sucede? Desaparece la empresa productora local, que no puede competir con las redes gratuitas, así que estas 10 familias pierden sus ingresos. Además, las redes, tras dos años, dejan de ser útiles, pero ya no se pueden volver a comprar, porque la industria desapareció, así que la situación acaba siendo peor que antes de que llegara la ayuda exterior» Viva estampa de lo que ocurre cuando se bloquea un proceso natural de mercado. Bienvenido a África.

Sin embargo, la buena de Dambisa Moyo podrá sentarse en lo alto de una colina a contemplar cómo la mitad de África es devorada por sus propias termitas gracias a las ayudas económicas de los gobiernos occidentales mientras otra mitad se pone en pie y aprende a caminar por sí sola gracias a un modelo económico que los gerifaltes europeos y las ONG desprecian. En este punto, cabría encerrar otro mensaje en una botella con las palabras de Valle Inclán como aviso a navegantes: «Hay honra en ser devorado por los leones, pero ninguna en ser coceado por los asnos». A la economista africana siempre le quedará bracear con la desesperada esperanza del náufrago hasta que su querida África despierte de este cuento de brujas. Y que las ONG y activistas varios den con sus pezuñas donde buenamente puedan...

jueves, 2 de septiembre de 2010

DE CUERNOS Y ESTOQUES


El fin de cada una de las cosas es su naturaleza. Así, de igual que el hombre es por naturaleza un ser social, existen razones para pensar que la naturaleza del animal doméstico es el servicio al hombre. El animal doméstico tiene una naturaleza más refinada que el animal salvaje, en tanto que sirve y obtiene así la seguridad del hombre. No obstante, mientras el buey de labranza alcanza cierta seguridad a cambio de trabajar la tierra del hombre, el reino animal sigue imponiendo su régimen de autoridad de acuerdo a su propia naturaleza. De nada sirve la voluntad del hombre en ese punto del prisma: el macho animal será superior a la hembra. A partir de ahí, que giren los cangilones de la noria, pues indefectiblemente interpretará cada cual su santo guión.

Es por naturaleza, pues, que el hombre tienda a la integración y no a la fragmentación. La ciudad está en el fin del hombre, pues el todo es anterior a las partes, según escribiera un tal Aristóteles en el segundo capítulo de La Política. Así, en su afán integrador consigue el servicio de los animales levantando cada uno de los peldaños que conformen la compleja escalera que nos conduce como seres sociales a la civilización. Sin embargo, ¿nos da esa posición de autoridad razones para agarrar el botafuego y prender la santabárbara del buque cada vez que nos plazca? ¿A partir de qué punto se rompe el equilibrio? ¿Cabe en nuestra propia naturaleza, entendida como el fin mismo, viciar y llenar de vitriolos los distintos estratos sobre los que levantamos nuestra evolución humana?

Así las cosas, se antoja más que caprichoso que el hombre disponga del animal doméstico para fines ajenos al servicio y la alimentación de la prole. Es el caso del toro de lidia. Se escudan los defensores de la Fiesta Nacional bajo el paraguas de la biodiversidad. Sostienen es sus letanías la indisolubilidad de la conservación de la dehesa y el mantenimiento del toro bravo. O sea, se sustrae que nos hallamos irrevocablemente ante el trágico dilema de tener que apostar por las corridas de toros o nuestra biodiversidad se desplomará como lo hace un trenecito de fichas de dominó. Lejos de la importancia del toro en la conservación del ecosistema adehesado, hay que señalar que de los seis millones y medio de hectáreas de dehesa de las que goza España, tan sólo trescientas mil son dedicadas a la cría del toro bravo. Es decir: apenas el cinco por ciento. De acuerdo al Profesor Ruíz Abad, se necesitan del orden de entre una y seis hectáreas por cabeza. Subraya además cómo al exceso de recursos naturales necesarios para su explotación se añade como segundo factor de producción el enorme capital humano requerido, doblegando al previsto para el vacuno de carne en extensivo. Es por ello que la explotación del toro de lidia sea económicamente deficitaria, aun gozando de numerosas subvenciones. No conviene esconder con un ejercicio de prestidigitación que la Fiesta Nacional nos cuesta en materia de subvenciones en torno a los 565 millones de euros aunando las ayudas de las distintas administraciones del Estado y la PAC. Según Isabel Bardají Azcárate, Catedrática de la ETS de Ingenieros Agrónomos de la Universidad Politécnica de Madrid, nos encontramos ante un mercado claramente distorsionado e intervenido, desde los precios o la protección al exterior, pasando por las ayudas directas por hectárea de cultivo o por cabeza de ganado. Todo ello al socaire de un sistema de compensaciones sustraído de las regulaciones de la Agenda 2000, a partir del cual comenzó a tejerse una maraña de primas y concesiones beneficiando notablemente a las explotaciones de vacuno de lidia por su carácter de extensivos y en ciclo cerrado. Con estos mimbres, resulta ser una evidencia palmaria que en base a lo estrictamente económico, desde el punto de vista liberal, el agua donde se cuece la Fiesta Nacional sea, cuanto menos, algo más que turbia y sucia.

Claro que la ignorancia no quita pecado; pero, aun contando con ella, ¿qué andamiaje le queda a la defensa de la tauromaquia? Pase que el ganadero se juegue los cuartos apostando a caballo perdedor en base a su propia libertad. Pase también que la PAC y las distintas Administraciones del Estado abran el grifo de las subvenciones para inundar los parterres y jardines de la socialdemocracia en un ejercicio de hipocresía y centralización obscena. De acuerdo, estamos acostumbrados y damos pulpo por animal de compañía. Podrá argüirse que se trata de una manifestación cultural de enorme raigambre, arte en estado puro y, además, una tradición que nos abandera Pirineos arriba. Lejos de querer banalizar la tauromaquia ni caer en trampas infantiles, huelga señalar que el famoso mingitorio de Duchamps está engalanado con los laureles de una de las obras del siglo. O sea, que arte termina siendo todo aquello que se bautice como arte. Acercándonos en esencia a la tauromaquia, los hay que defienden que el boxeo tiene una genética más artística que deportiva. ¿Dejamos el arte a la sublimidad o podemos pasar por la Pila Bautismal todo aquello cuanto queramos convertir en arte según nuestras impresiones subjetivas? Así, podría añadir que para mí, personalmente, arte puede ser la rectitud, la forma, la cadencia dolorosamente mecánica con la que Michael Johnson –conocido como la Locomotora de Waco por el parecido sobre el tartán– orillaba a sus adversarios en las curvas del cuatrocientos, destrozando de manera insultante las leyes de la física y la propia biomecánica. No cabe duda que es estético y emotivo. De igual el toreo. Nadie en su sano juicio podrá negar la grandeza estética del toreo, e incluso lo poético, como perfecta alegoría del enfrentamiento del hombre a la vida y la muerte en medio de un baile macabro. Eros y Tanatos. Guerra de símbolos. Contemplar la fiereza del toro embistiendo mientras se le escapa la vida gota a gota, la lucha hasta el último estertor, el cruce de miradas, los silencios que se cortan con navajas, convierten la faena en pura épica, coronada con el trágico triunfalismo de la derrota del animal –o del hombre, pues ambos luchan hasta el final: toreros heridos que vuelven al ruedo a finalizar la faena y toros agonizantes que matan toreros–. Contando con ello e incluso rebozándolo en la harina de lo majestuoso, ¿lo convierte necesariamente en Arte?

Otro de los puntos que hace tambalear la línea de flotación de la defensa del toro es su origen. Mucho se ha escrito acerca de la genealogía del toro de lidia actual. Se trata del descendiente más directo del uro, a partir del cual se buscarían distintas modificaciones fisiológicas y temperamentales a fin de convertirlo en un animal idóneo para las corridas de toros. La bravura y acometida natural, la musculatura híper desarrollada, las astas hacia adelante, son todas ellas características buscadas y encontradas. Se puede decir, por tanto, que fue creado a voluntad del hombre para tal fin. Pero, ¿está justificada la tortura del animal en el duelo a vida o muerte por una simple cuestión genética? ¿No nos acerca más a la involución que al refinamiento estético y moral? Es tanto como sostener que las peleas de dobermans debieran permitirse en tanto que es un animal buscado igualmente mediante distintos encastes y modificaciones a fin de acentuar su firmeza y agresividad. Y así, con todos los animales modificados habidos y por haber, pues a fin de cuenta somos los seres humanos quienes tenemos las tornas de alfarero que nos permiten correr una suerte de Dios, alterando la creación misma. Y es ahí, precisamente, alrededor de la creación divina, donde orbita una de las contradicciones más flagrantes e hirientes del mundo de la tauromaquia. Se podrá estar de acuerdo o no con la cuestión de la conservación de la dehesa, de igual que podremos agarrarnos a la razón de la propia génesis del toro bravo para justificar la Fiesta Nacional; pero es el hombre de fe quien menos razones debiera hallar para justificar las corridas de toros, pues sería caer en desconsideración con la relación entre la inmoralidad y el alejamiento de Dios. ¿No es acaso el animal fruto de la creación de Dios? Si la Biblia prohíbe poner bozal al buey que trilla, ¿qué se pensaría de la tortura en la plaza? ¿No enseñó Jesús la preocupación por los animales e incluso la reconciliación con los animales salvajes que representan el pecado? ¿No reza el Libro que "nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi santo Monte"? No es casual que la Historia esté repleta de execraciones hacia el mundo del toreo. Sólo hay que hurgar un poco.

«En 1565, un concilio en Toledo para el remedio de los abusos del reino, declaró las funciones de toros “muy desagradables a Dios”, y en 1567, el Papa Pío V promulgó la bula De Salutis Gregis Dominici, pidiendo la abolición de las corridas en todos los reinos cristianos, amenazando con la excomunión a quienes las apoyara; En 1585, Sixto V volvió a remarcar la inmoralidad del toreo y su esencia anti-cristiana; Felipe V, por su parte, prohibió las llamadas “fiestas de los cuernos”; En 1778, mediante la Real Orden del 23 de marzo, el Conde de Aranda, ministro del gobierno ilustrado de Carlos III y presidente del Consejo de Castilla, estableció la prohibición de las corridas de toros de muerte en todo el reino; Años más tarde, en 1785, en base a la “pragmática-sanción en fuerza de ley” del 9 de noviembre de 1785, se prohibieron las ultimas excepciones para el toreo; En 1786, con el Decreto del 7 de septiembre de 1786 se consumó la total prohibición de todos los festejos, sin excepciones, incluidas las corridas concedidas con carácter temporal o perpetuo a cualquier organismo; En 1790, otra “Real Provisión de los señores del Consejo”, erradicaba no sólo la versión espectáculo de la recién inventada “corrida moderna”, sino cualquier celebración que tuviera al toro como víctima protagonista, en virtud de la cual se prohibía “por punto general el abuso de correr por las calles novillos y toros que llaman de cuerda, así de día como de noche”; En 1805, Carlos IV firmó el Real decreto de Carlos IV, con el que se producía la abolición de las corridas de toros en España y sus territorios de ultramar»

Con estas cartas sobre el tapete, cabría pensar que el retorno del toreo, más que la conservación de una tradición, es una involución, una manifestación residual y atávica de lo que otrora fuera mera fiesta popular ya barrida en su día. No es precisamente azaroso que su segundo alumbramiento tuviera lugar con Felipe VII, primero, y Felipe González, más tardíamente, haciendo el papel de matronas advenedizas. Mientras el Rey Felón se merendaba a La Pepa y encendía de nuevo la pólvora de la Inquisición, brindaba tardes de circo a sus corderitos muesos con la regeneración del toreo; de igual que fuera con Felipe González ya cómodamente apoltronado con quien se firmara el Real Decreto 145/1992 con el que se reglamentaba con todas las de la Ley el mundo de la tauromaquia. Y entre el uno y el otro, circo romano en estado puro, morfina para las heridas del tomate, aceite entre hierros. Para muestra, el botón de la edición del lunes 14 de febrero de 1898 de La Vanguardia. Silencio, se rueda: Nerón, un elefante de cinco toneladas, tímido sobre el ruedo como el niño pequeño que pisa un colegio nuevo, correteando por la plaza cándidamente en busca de las naranjas que le arrojan desde el tendido. Al tiempo, resuenan las pezuñas de Sombrerito pisando la arena con la fuerza del mar que golpea el rompiente. Pistoletazo de salida. Se inicia así la pelea entre el toro y el elefante encadenado que no hace otra cosa que huir mientras Sombrerito le embiste. La suerte está echada. Bestialismo desnudo, las entrañas del circo, el retorno a la caverna. Dado el éxito de afluencia, los organizadores piensan en idéntico enfrentamiento con un cocodrilo. Es lo que ocurre cuando se abre la veda al salvajismo. No obstante, el espectáculo no se repetirá ya que al público, entre pitadas y abucheos, le ha parecido algo descafeinado, demasiado light. Apagamos las cámaras. y recogemos los bártulos. Hemeroteca pura y dura. Prueba manifiesta de cómo la sangre consuela al tonto. Por suerte, no es el mismo tipo de sadismo el que se persigue en la tauromaquia. Obvio es que nadie se sienta sobre el acolchado a contemplar el sufrimiento del toro, sino un enfrentamiento desigual en las formas, pero neutro en el fondo. Ambos se juegan la vida. La diferencia encuentra su fulcro en el hecho mismo de la racionalización del peligro. El torero se enfrenta heroicamente a la muerte de acuerdo a su libertad. No así el toro. Es ahí donde conviene abrir otro ruedo en el que batirse a lanzadas: el de la moral.

Todos los actores de la Fiesta, directos o indirectos, obran de acuerdo a su libertad: el ganadero, el mayoral, el veterinario, el empresario de la plaza, el ciudadano que abona la entrada, el torero, el picador, el banderillero, el mozo de espadas, el apoderado. Todos. En teoría no habría objeción posible que no estuviera basada en pura pasión ciega. Miles de personas ejerciendo su libertad. El problema de fondo, la masa mollar, el nudo gordiano se halla en el hecho mismo de la libertad. El pensador liberal y uno de los máximos defensores de la Libertad a lo largo de la Historia, Alexis de Tocqueville, llegó a la conclusión de que el enemigo más peligroso de la libertad no es el gobernante rapaz, sino la inmoralidad. De ahí que llegara a sentenciar que «nada es más fértil que el arte de ser libre, pero nada es más duro que el aprendizaje de la libertad» La pregunta sería en ese caso: ¿sabemos ejercer la libertad? Nadie pone en duda que aquel que roba rebasa el límite moral de la libertad. De igual manera cuesta imaginar que la tortura animal, en cualquiera de sus formas, quepa dentro de esa Libertad suprema, pues socaba la exigencia moral de la Libertad. La consecuencia más directa de esa erosión no es otra que el relativismo moral y, por ende, el todo vale.

Sin embargo, buscar en la prohibición de la Fiesta Nacional la solución no hace sino sobredimensionar el problema, pues dispara por igual a la moral de la libertad y a la libertad misma, ya que ambas han de ser indisolubles. Cabría señalar que puede ser inmoral, primitivo, atapuercuense si cabe, pero es una porción de esa sociedad libre la que ejerce su libertad a vivir con pasión una tradición de gran arraigo y que, como muchas otras tradiciones, sobrevive sin tener que rendir cuentas ni moral ni intelectualmente. Ya se sabe: las tradiciones pesan más que las razones. No obstante, parece de natura que el mundo del toreo tienda a derrumbarse poco a poco hasta desaparecer. Se trata de un atavismo convertido en estandarte y nicho de mercado para unas minorías que lo sostienen con pinzas, pues parece claro que la sociedad española no es taurina. No es demoscopia de cafetería. Los números lo avalan. Según una encuesta Gallup –aquellas que reducen al mínimo los niveles de parcialidad– publicada, entre otros, por la Universidad de Columbia, se pone en negro sobre blanco cómo la evolución histórica del interés por las corridas de toros ha pasado del 55% en 1971, al 31% en 2002. Dado que sólo el 0,2% no mostró ninguna opinión, se puede deducir el alto nivel de opinión formada sobre ese tema. Pero hay más. «Las diferencias entre hombres y mujeres respecto al interés en las corridas de toros es notable. El 34% de los hombres están interesados en el tema, mientras que entre las mujeres el porcentaje es del 28%. Respecto a la edad, las diferencias son también significativas. Son los mayores de 55 años los que se declaran más interesados (más del 44%), especialmente los mayores de 65 años, cuya proporción es del 51%. Este interés desciende claramente con la edad: son los menores de 24 años los menos interesados (17%). En general en todos los tramos de edad hasta los 55 años, ha descendido la afición a los toros desde 1999»

Es por ello que resulte falso que España sea un país gozosamente antitaurino, pero más aún que lo sea taurino. Yendo más lejos, cabría preguntar a muchos de esos que muestran interés sobre el papel, a cuántas plazas han asistido en los últimos tiempos o cuantas corridas siguieron por televisión. De igual cabría preguntar a muchos de los antitaurinos cuánto conocen el mundo del toro y en base a qué criterios forman su opinión. Un gran número de los que se decantan por un lado u otro de la balanza lo hacen por pura ideología, importándoles una aljofifa la tauromaquia o el sufrimiento animal, según la orilla que defiendan. En mi caso particular, no podría calificarme de taurino, pero aún menos de antitaurino. Del uno huyo y al otro no llego. Es más, estaré a más distancia de los segundos que de los primeros precisamente por su autoritarismo. Por ello, el mayor enemigo del toreo no es el movimiento antitaurino, sino, quizás, la inmoralidad de los taurinos de raza que desligan la verdad moral de la libertad. Será pues el refinamiento estético y moral de las generaciones venideras los que consigan que el toreo caiga en mejor vida como la cáscara seca de un fruto. De esa manera, la libertad no se verá bloqueada por la autoridad alterando mediante la fuerza lo que de sí es una evolución natural, un proceso irreversible, un destino escrito en la tabula rasa del mañana: la muerte del toreo.

Todo lo demás será ladrar a la Luna. La costumbre por mera costumbre ni levanta ni refina los atributos distintivos del ser humano, llámese tortura por costumbre como la costumbre misma de prohibir. No es casualidad que en Estados Unidos no haya derramamiento de sangre en las corridas de toros mientras que en España seguimos el modelo mejicano. A lo oscuro por lo oscuro…