domingo, 31 de octubre de 2010

¡REMEDIOS VENDO QUE PARA MI NO TENGO!


Se fue por la escalera de incendios y con el alma agujereada como un queso de Gruyère. Choi Yoon-Hee, conocida en su país por sus más de veinte libros escritos sobre la felicidad y la esperanza, además de múltiples apariciones en televisión, se suicidó hace apenas unas semanas a los sesenta y tres años de edad. Su muerte linda entre lo aleatorio y lo previsto; entre lo arbitrario y lo causal. La Sacerdotisa de la Felicidad –como bautizaron a la buena de Choi– no supo agarrar por las solapas a la depresión con la misma fuerza que pregonaba en su apolillada Tabla de los Mandamientos de la Autoayuda. Su muerte encierra ese leve vientecillo frío de justicia poética. El alguacil alguacilado. En una carta de despedida, reconoció que sus padecimientos pulmonares y cardiacos le hicieron descender al sótano de las oscuridades del alma para nunca más regresar. De nada sirvieron sus propias lecciones. El dolor y la muerte que a todos nos igualan. Peaje y paso obligado de las Termópilas. En su epitafio cabría escribir a modo de inocente colleja: «¡Remedios vendo que para mí no tengo!»

Y es que si hay algo que manejan con manos de alfarero todos estos vendedores de cantos de sirena son los números. Los de la cantidad de libros vendidos en el mercado de la mal llamada autoayuda, claro está. Esa que predica con la inapelabilidad de un oráculo chino que la fe mueve montañas; que te levantes dos veces por cada talegazo que pegues; que riegues con mimo de madre primeriza los parterres del pensamiento positivo para acabar con tu enfermedad… Mantras y consignas repetidas hasta la nausea que descansan sobre los anaqueles de las librerías aguardando a que un pobre y lastimero corderito mueso se lance sobre ellas en busca de un poco de árnica para las heridas del alma. Y ocurre que a veces no sólo son del alma. Extendido el positivismo desaforado como una mancha de aceite, se cuela incluso entre los finos y lentos arroyos de la ciencia médica. Con el mundo de la pseudociencia en ciernes y el orientalismo ramplón mordiendo conciencias, no resulta extraño que hasta por las hendiduras de la puerta del despacho del oncólogo se cuele el humo de incienso que ventean los turiferarios de la peste New Age.

El cáncer, como bien escribiera el ensayista británico Christopher Hitchens en un artículo para Vannity Fair en el que detallaba su descenso al infierno de los moribundos, ya no se trata de una desgarradora enfermedad, sino de un pulso. «Incluso está en los obituarios de los que perdieron la lucha, como si uno pudiera razonablemente decir de alguien que ha muerto después de una valiente y larga lucha contra la mortalidad». Puro travestismo de la corrección política. Olvidamos así que la espada corta por igual en ambos sentidos. Tan nocivo es el exceso de pensamientos negativos como el de un optimismo alejado de la realidad. Así, entre las fases de negación, ira y aceptación que acompañan la enfermedad, parecen querer calzar a la fuerza una etapa inquebrantable de guerra y pensamiento positivo. Todo ello visto desde la barrera. Y así, a toro pasado, que todos terminemos corriendo una suerte de Manolete. Las cosas cambian cuando el morlaco se cuela por la puerta trasera de casa. «Déjenme informarles, sin embargo, que cuando uno está sentado en una habitación con otros finalistas, y gente amable trae una bolsa transparente de veneno y la enchufa en tu brazo, y uno lee o no un libro mientras el veneno se introduce en tu organismo, la imagen del ardoroso soldado o del revolucionario es la última que aparece. Uno se siente hundido en la pasividad, se disuelve en la impotencia como un terrón de azúcar en el agua», añade Hitchens. Negar el dolor y la desgracia es negar la propia naturaleza humana. Y por tanto, glasearlo con un positivismo casi infantil linda pared con pared con el farragoso mundo de lo obsceno. Una cosa son las plumas de pavo real frente a los pequeños problemas del día a día y otra muy distinta es pavonearse con la insolencia del niño a quien le sale barba frente a los demonios y trasgos de la enfermedad. La periodista Milagros Pérez Oliva metió hace tiempo el dedo en la llaga preguntando al oncólogo José Ramón Germá: «Se está repitiendo tanto que la actitud frente al cáncer es crucial, que muchos enfermos, cuando se sienten deprimidos, cansados o desanimados, además de sentirse mal, encima se sienten culpables de no ser suficientemente optimistas, de no tener más ánimos. ¿Alguien puede asegurar que el estado de ánimo está separado de lo que ocurre en el organismo? ¿No podría ser una manifestación más del proceso biológico? ¿No le parece injusto ese mensaje para los que no pueden hacer nada por dejar de estar deprimidos?» A lo que el oncólogo que jugaba a ser San Pantaleón respondió: «Honestamente, he de decir que no había pensado en ello […] Desde luego, al oncólogo le va mejor que el paciente tenga una actitud positiva»

Vamos, que a la niñera le conviene que el bebé cagón deje de patalear y llorar no porque sea mejor para sus evacuaciones, sino porque así mantendrá sus preciosos dedos alabastrinos limpios y perfumados. La genealogía de toda esta nueva psicoterapia aplicada al cáncer la saca a colación con minuciosidad de relojero el psicólogo Gustavo Pérez Domínguez. «Respecto al caso concreto de la psicoterapia y su supuesto efecto médico, hace más de 20 años se asume por el público general y a veces por algunos oncólogos la supuesta eficacia de la misma para alargar la expectativa de vida. Los dos grandes iconos de esta tendencia son los estudios de Spiegel et al (1989) y de Fawzy et al (1993). Coyne et al, (Psychotherapy and Survival in Cancer: The Conflict Between Hope and Evidence) denunciaron las carencias metodológicas (muestras pequeñas, selección inadecuada de pacientes), los errores de interpretación estadística y, finalmente, atribuyeron el beneficio del grupo psicoterapéutico a tasas anormalmente negativas de evolución del cáncer en los grupos control (adicionalmente recogían varios metanálisis que no hallaban efecto médico alguno)» Botox y silicona contra el paso de los años. Cal blanca para las humedades. ¿Conviene confundir la realidad con el deseo? La mera voluntad es a la salud lo que la gestualidad a la economía. Humo de paja. La diferencia estriba en que los deseos apoyados única y exclusivamente en la sugestión mental pueden llegar a chocar con la afilada bayoneta de la realidad. El hecho mismo de barnizar al paciente con el tierno romanticismo de la batalla y la lucha mientras la enfermedad avanza a matacaballo no es sólo tramposo, sino altamente perjudicial. Podemos encontrarnos con un escenario donde el paciente, incapaz de afrontar la pelea dado el deterioro físico y emocional, opte por la culpa y la autodestrucción. «El planteamiento la-mente-es-la-leche puede ser ineficaz respecto a la progresión de la enfermedad, pero aun considerándolo un placebo bienintencionado, ¿qué mal hay en potenciar una creencia positiva? Pues que tiene un reverso negativo: la persona que cree que mantener un estado de ánimo óptimo o visualizar células tumorales en autodestrucción puede influir directamente en la progresión de su cáncer, muy probablemente asuma que no hacerlo (tener un día de mierda y no querer luchar o sentirse exhausto, rabioso y desmotivado a hacer la técnica) la lleva en el camino contrario: sentir que provoca su propia destrucción, hacia la culpa en suma, sin contar el efecto dominó en los allegados. Es decir: los significados también tienen su propia iatrogenia», concluía el psicólogo.

Pero como el Diablo nunca camina sólo en la noche, aun caben mayores perversiones. Alrededor de la cama del hospital se apiñan en macabro aquelarre todos aquellos espíritus malevos que dejan como fiesta menor a la Noche de Walpurgis en la cima del Monte Blocksberg. Los hay de todas formas y colores. Sanadores que aseguran curar el cáncer con sus propias manos; Venus esteatopígicas practicantes de la ayurveda; aguas milagrosas y raw food; Apóstoles del Reiki redirigiendo energías inteligentes; Essiac, flores de Bach, sonidos mágicos… Todo un mercado de abasto de charlatanería. Mientras tanto, el Instituto Nacional del Cancer de los Estados Unidos, con un presupuesto de cuatro mil ochocientos millones de dólares y como dependencia principal del mundo en la investigación del cáncer, jugando al ratón y al gato con una enfermedad que, al parecer, no necesita más que buenos pensamientos y unas manos bien colocadas para su sanación. Con la tranquilidad del que recoge la cartera del suelo al pobre abuelito para entregársela con una sonrisa de Mona Lisa al tiempo que se guarda en el bolsillo el pobre montante, prometen una sanación –previo paso por caja– que no llega. Miles de científicos en el mundo se devanan las entrañas del alma buscando la solución final al problema del cáncer refutando una y mil veces hipótesis que no terminan de dar respuestas, mientras otros tantos cantamañanas se dejan las preguntas para el entierro sentenciando con insobornable suficiencia tener en sus manos el deseado extintor que acabe con las llamas del infierno de la enfermedad.

Volviendo a las frías sábanas del hospital, entre engaños y medias verdades se suceden las palmaditas en la espalda, los punzones escribiendo planes de futuro en la tabula rasa del mañana, las sonrisas enmohecidas, los deseos y voluntades plastificados. Y «el humor tonto y repetitivo» del que habla Hitchens, siempre recubierto de ese burdo patetismo que se le dispensa al benjamín griposo. Hasta que llegan la resignación y el contrato. «La negociación oncológica es que, a cambio de al menos la oportunidad de unos pocos años útiles, uno accede a someterse a la quimioterapia y después, si tiene suerte con eso, la radiación o incluso la cirugía. Así que éste es el trato: usted se queda un tiempo más, pero a cambio vamos a pedirle unas cosas. Estas cosas pueden incluir tus papilas gustativas, tu capacidad de concentración, tu capacidad de digerir y el pelo de tu cabeza. Parece un intercambio razonable». Pero también asoma, de tapadillo y a contrapelo, el desafío da la Guadaña, siempre tan crudo y alejado del romanticismo de la lucha. De igual que el animal herido de muerte se entrega a la derrota y al abandono hasta perecer en soledad bajo la sombra de una acacia, no queda más lucha que la resistencia pasiva. O lo que es lo mismo, la pura resignación y el «que Dios mande».

El Siglo XXI quedará marcado en la ruleta de la historia científica como el siglo de los avances en el estudio de la genética y, sobre todo, de la neurociencia. En el primero parecen perfilarse los contornos de un ser humano mucho más previsible y parcelado de lo que podríamos suponer. Tal es el caso del mismo dolor, pues según distintos estudios de la Harvard Medical School publicados en Nature Medicine así como los llevados a cabo por la Fundación Günenthal, «heredamos el punto hasta en que sentimos dolor», lo cual demuestra, con los datos en la mano, que la capacidad de soportar y sufrir distintas dolencias la traemos envuelta en papel de regalo desde nuestro nacimiento. De igual ocurre en el huerto de la neurociencia, cuyos avances demuestran que los tomates demasiado verdes o picados de nuestra compleja psicología no son más que el fruto de desequilibrios químicos. Toda una coctelera donde el exceso o defecto de garrafón, de aromas y distintas especias determinan incluso nuestra capacidad de relacionarnos o afrontar las adversidades, lo que deja en el cementerio de elefantes a la propia psicoterapéutica.

Con estos mimbres, resulta casi ofensivo que, marcados con la calza en la patita de la cuna a la tumba, nos imbuyan los sacristanes de la parroquia de lo correcto con los sucios mandamientos del onanismo optimista. Como dijera Milagros Pérez Oliva, detrás de tanto buenismo se encierra una de las mayores trampas e injusticias de la corrección política; esa que nos obliga a enfrentarnos sin temor «a Lestrigones y a Cíclopes, o al airado Poseidón» aun llegando al mundo desnudos, sin espadas y sin redaños suficientes para tal empresa. Es por ello que sean los predicadores del positivismo de charol los primeros en saltar del barco junto a las ratas cuando los mástiles comienzan a arder, como hiciera la buena de Choi Yoon-Hee. Otros tantos como Hitchens acabarán amaneciendo un buen día con el eco bordoneo de ese pasaje de Los Miserables que susurraba: «Soñé que mi vida sería / Tan diferente de este infierno en el que vivo / Tan diferente ahora de lo que parecía / Ahora la vida ha matado el sueño que soñé». Las trampas se pagan, incluso en la timba de los hospitales.

viernes, 8 de octubre de 2010

DOPAJE: ¿LEGALIZACION Y LIBERTAD? (III)


Cruzas el umbral de la puerta tarareando una canción de moda. Con uno de esos gestos chulescos y despreocupados que necesariamente viste en una película americana y que ahora repites, lanzas las llaves sobre el cenicero de la mesa del salón. Te felicitas por tu buena puntería al tiempo que te acicalas de pasada frente al espejo del zaguán. Frunces el entrecejo mientras aguzas las pupilas para asegurarte de la hora que marca el reloj de cuco de la pared. De puta madre. Arrastrando los pies como un moribundo caminando hacia la luz, te plantas en la cocina. Una vez allí, te frotas el mentón, erguido, hierático como una de esas figuras egipcias, simulando pensar que piensas. Te lamentas profundamente por haberle prestado a los programas de cocina fácil la misma atención que las vacas del campo le dispensan al paso de los trenes. Ninguna. Te auto convences de que el movimiento se demuestra andando…y el hambre cocinando –apuntalas con resignación de monaguillo– Aún no has empezado a creerte Adriá cuando clavas tu mirada en el fregadero. Una de esas imponentes hachas de cocina besa el frio acero del lavadero. Te acercas parsimoniosamente, como si no quisieras despertar a lo que a todas luces recién acaba de finalizar una carnicería. Toda ella está empapada en sangre. Mientras tragas saliva, te asalta la mente con maldad de trasgo la noticia del periódico de hace tres días –¿o cuatro?– que alertaba a la población de la fuga del Chupacabras, macabro sobrenombre con el que la prensa limón bautizó a uno de los asesinos más perseguidos de nuestro pequeño país. No contento con gozar de un Honoris Causa en las malas artes del matar, se le sabe Docto en esto del trueque, cambiando órganos por armas allá donde la leyenda sitúa a Vlad Tepes El Empalador: Rumania. Sin entrar en razones, miras en cada una de las habitaciones sin encontrar rastro de vida, salvo la del gato-marmota que sería capaz de presenciar un Hiroshima sin enarcar una sola ceja. Se te hace un nudo marinero en la garganta. Dando por sentado que el Ed Gein de La Bética ha hecho fonda en casa llevándose alguna que otra víscera a modo de suvenir escarlata, abres la nevera en busca de la botella de agua a fin de humedecer los labios y templar los ánimos. A tu perversa imaginación le caen las hostias por almudes. Junto al agua hay un enorme tupperware azul chillón con un letrerito que suena a armisticio: «Hemos ido al pueblo. Aquí tienes hígados de pollo en salsa y arriba alitas. Pon el lavavajillas».

De repente, toda esa densa nebulosa de elucubraciones de Elm Street se condensa en cuatro pequeñas gotas de rocío. Pasamos de lo abstracto a lo concreto, de lo etéreo a lo tangible. Bienvenido a La Barbería de Guillermito, especialista en corte y afeitado a la vieja usanza con la famosa Navaja de Ockham. A saber: no expliques por lo más lo que puedes explicar por lo menos. O lo que es lo mismo, pon tus cuartos sobre el tapete apostando doble sobre sencillo cuando dos teorías en igualdad de condiciones se partan la cara, quedándote con la más simple.

Alberto Contador, en su segundo día de descanso, decide jugarse a la pídola el protocolo del equipo. No suelen comer carne en los días de descanso puesto que no la queman; pero desde Irún le traen una carne exquisita que no puede dejar para los gusanos. No importa que al día siguiente toque hacer más de alpinista que de ciclista al tener que escalar el Todopoderoso Tourmalet. Farfolla. Es tal la obsesión por el filetón que se lo tienen que preparar en el autobús del equipo dado que los cocineros del hotel no pueden. El bueno de Vinokourov se queja porque tuvo que comer una carne «pésima». Contador, por su parte, se pega el festín los dos días de descanso con el solomillo para «no desperdiciar una carne tan buena» que le han traído expresamente desde un supermercado de Irún que, por cierto, nadie recuerda. Tal es así que Paco Olalla, quien fuera cocinero del Astana durante el Tour a instancias de Contador, le hizo el encargo del solomillo a José Luis López Cerrón, actual organizador de la Vuelta a Castilla y León, pues este «iba a venir al Tour». Sin embargo, resulta que ni Olalla ni Cerrón saben dónde está el dichoso supermercado. En este punto de la película, cabe entrar en publicidad previa encuesta que pregunte: ¿Somos tan tontos como parecemos? ¿O es que Olalla y Cerrón son demasiado listos?

Y es que resulta que cuando lanzas flechas al cielo nunca sabes dónde caerán. Así, la Asociación Española de Empresas de la Carne ha recordado que el uso del clembuterol está prohibido en España. No obstante, se han puesto en contacto con científicos expertos en toxicología para medir las posibilidades reales de que el consumo de carne con clembuterol pudiese provocar un positivo. La Organización Interprofesional de la Carne de Vacuno Autóctono de Calidad, por su parte, ha afirmado que «el sector de vacuno español es uno de los más controlados, saneados y reglamentados en todo el mundo». De acuerdo, cada uno habla de la feria según le va en ella. Quizás no sea todo tan algodonado como nos venden a troche y moche las asociaciones implicadas; pero sí conviene tener más en consideración las palabras de la Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos, quien ha recordado lo que Contador, Olalla y Cerrón quizás no quieran ni deban saber. Y es que han señalado cómo el sistema de trazabilidad permite seguir el recorrido que ha hecho la carne desde el lugar de nacimiento hasta el despiece del animal, pasando por el lugar de cebo. Unos datos que el mismo carnicero debe conservar incluso después de la venta de la carne. ¡He ahí la madre del cordero! O ternero, en este caso. Es lo que ocurre cuando después de un crimen se tira el arma al río. No todo queda ahí. Para algo están los informes balísticos y, a partir de ahí, a tirar de la madeja de hilo de Ariadna. El mismo perro distinto collar. ¿Por qué no devanarse las entrañas de la memoria en busca del dichoso supermercado a fin de salvarle el culo a su serafín? ¿No será que no les conviene señalar de donde proviene la exquisita carne?

La semilla de la discordia, el hecho germinal, la simiente de toda esta película no es otra cosa que el positivo por clembuterol en dosis infinitesimales. Zas, zas. Navajazo por aquí, navajazo por allá. Fuera barbas. Positivo. Lisa y llanamente. Pedro Manonelles, secretario general de la Federación de Medicina del Deporte explicó que el positivo por clembuterol no depende de la cantidad de sustancia hallada, sino de que encuentren o no el compuesto, sea en la proporción que sea. De hecho, el mismo laboratorio de Colonia encontró en una muestra de la vallista Josephine Onya menos cantidad de clembuterol que la hallada en la de Alberto Contador. Y nadie se levantó en armas. Dos años de sanción. Mucho se habla de la presunción de inocencia del ciclista, como si este se hallara bajo la luz del halógeno de uno de esos cuchitriles donde un policía orondo y con bigote berrea en tu cara hasta sacarte la declaración que le venga en gana. Por un lado van las leyes universales y por otro los reglamentos internos. En el momento que un deportista firma el informe previo a la realización de la prueba de dopaje, admite explícitamente que toda sustancia que pueda ser hallada en el control es exclusivamente responsabilidad suya. Por otro lado, se habla también del hecho mismo de la cantidad hallada en relación al escaso o nulo rendimiento que produciría en el deportista. Según la definición del COI, dopaje es la «la utilización de un artífice (sustancia o método) potencialmente peligroso para la salud de los atletas y/o capaz de mejorar los resultados, o la presencia en el organismo del atleta de una sustancia o la prueba de la aplicación de un método que figure sobre una lista adjunta al Código Antidopaje del Movimiento Olímpico». No habla exclusivamente de aumento del rendimiento, sino que se refiere también a la peligrosidad de la sustancia. Y/o. Hace dos días se hizo pública la sanción de seis meses que le ha sido impuesta a la campeona mundial y olímpica de 100 metros lisos, Shelly-Ann Fraser, por un positivo por oxicodona, un analgésico que llegó a tomar la velocista jamaicana para calmar los intensos dolores dentales que sufría. El dopaje no sólo encierra la mejora del rendimiento; pero en España, los medios no saben qué más hacer para poner sus manos desnudas sobre la hoguera en un acto más de devoción que de profesión a fin de salvar a su queridísimo ciclista, como si el dopaje no fuera con nosotros. Ya lo vivimos con Alberto García y Paquillo.

Entre la panoplia de armas que andan sacando del trastero los defensores de Contador se encuentra también el hecho de que antes, durante y después fue sometido a pruebas antidopaje que dieron negativo. Ya uno no sabe si el razonamiento simplemente es engañoso o si es que se ha hecho del engaño el único razonamiento. El ex ciclista Kohl reconoció que de cien pruebas a las que fue sometido llevando sustancias dopantes en su cuerpo, sólo en una fue pillado. O sea, noventa y nueve veces pasó por el ojo de la aguja sin rozar el metal. No es casual que el mismo Kohl dude que los controles atemoricen a los deportistas. Es lo que ocurre cuando el ratón es más rápido que el gato. Y son más. El velocista británico Dwain Chambers admitió haber tomado un coctel de más de trescientas drogas en un año. «En octubre, consumí sustancias 21 veces. No sólo usaba THG, EPO y HGH, sino también testosterona para ayudar con el sueño y a reducir el colesterol. También me inyectaba insulina, tres unidades en la parte baja de mi estómago tras una sesión de levantamiento de pesas». Exactamente el mismo programa llevado a cabo por Marion Jones y su pareja por entonces, Tim Montgomery, pues todos ellos siguieron los programas de dopaje de Víctor Conte. Sin ir más lejos, a Marion Jones jamás llegaron a cazarla en un control antidopaje. Ella misma se autoinculpó en 2007.

No obstante, conviene valorar el dopaje mismo con los pies en el suelo y sin caer en trampas intelectuales pensando que cuatro inyecciones te dan la corona de laureles por puro ensalmo. Tal fue la frustración de Chambers, quien coceaba como caballo rabioso al ver que los años pasaban sin rebajar su marca personal en más de una decima usando ya sustancias dopantes. Nada que ver con la buena de Marion. En una entrevista en el programa de Oprah Winfrey llegó a declarar: «De vez en cuando, vuelvo a revivir en mi mente las competiciones de Sidney y me pregunto si habría ganado limpia…y normalmente me respondo que sí. Aún pienso que habría ganado. Nada era esencialmente diferente. Me sentía fuerte, me sentía poderosa, como siempre me he sentido. Desde pequeña, he sido consciente de que poseía algo que nadie más tenía». No es puro narcisismo. Son los números: estudiante de secundaria que mas rápido ha corrido los 200 metros lisos en la historia del atletismo; una marca entre las veinte primeras del mundo con quince años; elegida como reserva para Barcelona 92 con dieciséis años… No hay más. Claro que poseía algo que nadie más tenía: nació con un boleto ganador en la lotería genética. Lo demás… ¡sólo Dios sabe lo que pesa!

Así, volviendo al caso de Contador, seguramente ganara el Tour limpio como una patena; pero el caso es que ha dado positivo. Con todo, quizás no sea lo más idóneo poner como chupa de dómine a los laboratorios que llevan a cabo los análisis, como vienen haciendo muchos de los medios locales, sino empezar a cambiar el enfoque del problema. El Fiscal Antidopaje de Italia ha considerado esta semana la legalización del dopaje. «No soy el único que lo dice. Últimamente, todos los ciclistas que he interrogado han dicho que todo el mundo se dopa. Mientras más estoy involucrado en esto, más me sorprendo de la difusión del dopaje», dijo golpeándose el pecho. Y es que existe en el deporte de élite una suerte de código de samuráis que silencia a los deportistas en base a un proteccionismo casi castrense. Algo así como las chuletas en el colegio: en el examen, la mayoría se dispone a copiar; pero siempre existe ese pacto entre pequeños caballeros mediante el cual nadie se cubrirá las vergüenzas de su caza acusando al resto de la clase que copia su examen con paciencia de monje amanuense. Proteccionismo que se puso de manifiesto en la velocidad también con el caso de los laboratorios BALCO. Cada una de las miradas que los atletas se cruzaban en los preliminares del pistoletazo de salida encerraba esa complicidad muda que recuerda que todos van en el mismo barco. Kelly White dijo con el tiempo que todas sabían a qué nivel estaba la difusión del dopaje durante aquellos años gloriosos.

Quizás sea cierto lo que dice Alberto Contador acerca de los fallos del sistema. Lógico. El sistema mismo confunde la realidad con el deseo al plantear como premisa primera que solamente una pequeña parte de los deportistas de élite tropiezan con el dopaje. Y a partir de ahí, que comience la andanada. Sin embargo, los deportistas seguirán moviéndose como topos bajo tierra trazando sus propios caminos mientras los granjeros del COI se lamentarán desde lo alto del maizal al contemplar cómo los pequeños mamíferos salen a la superficie para llevarse los frutos de la Gloria bajo tierra. Quizás las cosas cambiarían menos de lo que pensamos sobre la arena del circo romano con unos programas de dopaje asistido en los que los filetes de cerdo o las botellas de agua del público no fuesen armas del crimen, sino simplemente lo que son: obscenos ardites con los que salir airosos de la penosa cacería levantada por aquellos que, sin oficio ni beneficio, sin parientes ni habientes, pasan la guadaña de la hipocresía a fin de sembrar un bosque en el que ningún árbol sea más alto que otro. Mientras tanto, el dopaje seguirá siendo algo natural, como las rayas negras sobre el tigre.

Coda: aquellos que ponen la mano en el fuego por un deportista en base al número de controles antidopaje que pasa, podrían encontrar en el siguiente documental el desencanto del niño que descubre que los Reyes son los padres. Especialmente ilustrativo a partir del minuto 4:45.